Familia Cristiana Artículo: la insensata ejecución de Lisa Montgomery en Estados Unidos de Andrea Riccardi
El uso de la pena de muerte es el indicador de una sociedad llena de rabia. Hay que volver a empezar por el respeto a la vida
Lisa Montgomery, de 54 años, fue asesinada el 13 de enero mediante inyección letal en el Estado norteamericano de Indiana. Es un caso de «justicia federal» en el que el presidente Trump habría podido conceder una medida de gracia. No lo hizo. El crimen que había cometido Montgomery fue horrendo. En 2004, visitando a una mujer embarazada de 24 años, empezó a desvariar diciendo que le había quitado a su hija. La mató y, con un cuchillo de cocina, quería recuperarla. Por suerte la pequeña, que estaba en el octavo mes, se salvó. Se llama Victoria, tiene dieciséis años y ha crecido con su padre. Lisa Montgomery fue arrestada y en 2007 fue condenada a muerte. Las apelaciones confirmaron la pena, pero los presidentes Bush y Obama aplicaron una moratoria. Por otra parte, en casi setenta años, desde 1953, la justicia federal no había ejecutado a ninguna mujer. El crimen es terrible pero en el caso de Montgomery salieron a la luz graves problemas psíquicos. Era una persona enferma en el momento del delito, su padrastro había abusado de ella en su infancia, era una niña abandonada, su madre la encaminó hacia la prostitución y había sido violada por un grupo de hombres. A pesar de todo, por orden de Trump la moratoria federal de las ejecuciones (la pena de muerte se aplica en 29 de los 50 estados norteamericanos) se suspendió el 29 de julio. Lisa fue hacia la muerte. Fueron inútiles las peticiones y los informes psiquiátricos: había una firme voluntad de darle muerte. ¿Por qué? ¿Qué necesidad había de más muertes después de las que se produjeron en el Capitolio? ¿Y después de los miles de muertos por la pandemia de covid-19? El condenado a muerte es el chivo expiatorio de una sociedad que está demostrando su rabia, en Estados Unidos y en otras latitudes. Es un auténtico abuso que sobrepasa el límite infranqueable del respeto a la vida humana. En Fratelli tutti, el papa Francisco sitúa la pena de muerte al lado de la guerra, para condenar ambas: la pena de muerte es inadmisible. La vida del hombre y de la mujer no son un bien del que pueden disponer las instituciones. Eso es válido en todas partes, pero sobre todo en los países democráticos y de tradición cristiana y evangélica. El valor de la vida es decisivo si queremos construir una sociedad un poco más humana después de los dolores y las muertes de casi un año de pandemia. Sí, hay que abrir un tiempo nuevo que tiene su «año cero» precisamente en este 2021. Me viene a la memoria el diluvio bíblico, del que salen Noé y los suyos, con quien Dios establece una alianza simbolizada en el arco iris. Según el Génesis encontramos el corazón de la alianza en una afirmación: Yo os prometo reclamar vuestra propia sangre; la reclamaré a todo animal y al hombre: a todos y a cada uno reclamaré la vida humana (9,5). El hombre no puede derramar la sangre del hombre. Más bien, está llamado a dar cuenta de la vida del otro. Es al mismo tiempo un límite que impone el respeto de la vida y una invitación a la «fraternidad», si queremos que el mundo sea menos infeliz. Sí, infeliz como quienes quieren la muerte de los demás, aunque estén condenados. Son verdaderos sacrificios humanos para satisfacer los miedos y las rabias, para atemorizar a los demás, para dar culto a la violencia y a las armas. Un estado democrático no puede rebajarse a ser el brazo ejecutor de un crimen. Un momento histórico como este exige otra cosa: comprensión, fraternidad, y no odio ni protagonismo.