Recuerdo de Tamara Chikunova, fundadora de la asociación «Madres contra la pena de muerte y la tortura», escrito por Adriano Roccucci para el Osservatore Romano.
Un ejemplo de vida contra la pena de muerte. Eso es lo que fue Tamara Chikunova, una mujer rusa, que murió a finales de marzo y que, afectada por un inenarrable dolor e impulsada por una profunda fe, luchó con sus propias manos para que en el país en el que vivía, Uzbekistán, nadie más fuera condenado a la pena capital.
Tamara había nacido en Tashkent, después de que su familia, originaria del sur de Rusia, se hubiera trasladado allí tras las represiones estalinistas, durante las que su abuelo, sacerdote ortodoxo, había sido asesinado. Tras pasar varios años con su esposo, oficial del ejército rojo, en varias ciudades, desde Berlín hasta San Petersburgo, Tamara volvió a vivir a la capital uzbeka en 1993 con su hijo Dimitri. En Uzbekistán la vida de Tamara chocó con la violencia inhumana de un sistema judicial injusto. En 1999 su hijo Dimitri fue arrestado, torturado e injustamente condenado a muerte. El 10 de julio de 2000 fue fusilado. Tenía 29 años. No le anunciaron la ejecución, no pudo despedirse. Tampoco le dieron el cuerpo de su hijo, tal como preveía la ley uzbeka. En marzo de 2005 Dimitri fue rehabilitado post mortem, se reconoció su inocencia, y su proceso fue declarado injusto.
Después de aquella tragedia familiar, Tamara decidió luchar para que no se repitieran casos como aquel. Fundo la asociación «Madres Contra la Pena de Muerte y la Tortura» junto a otras mujeres que habían perdido a sus hijos como consecuencia de una ejecución capital. Empezó un inteligente y valiente trabajo por la defensa legal de los condenados –era licenciada en derecho y en ingeniería– y por la abolición de la pena de muerte en Uzbekistán. Su asociación contribuyó a salvar la vida de 23 condenados a muerte, obteniendo para ellos la conmutación en cadena perpetua u otras penas de reclusión. Su trabajo, que contó con el apoyo de la Comunidad de Sant’Egidio a nivel internacional, llevó a la abolición de la pena capital en Uzbekistán el 1 de enero de 2008.
Así recordaba Tamara su decisión: «Yo, una pequeña mujer derrotada, trabajaba para que ganara la vida. A principios de 2002 escribí una carta a la Comunidad de Sant’Egidio. Buscaba ayuda para mí y para mi misión: liberar a los condenados a muerte. ¡Doy gracias al Señor porque desde aquel día ya no nos hemos separado! Con el paso de los años se han producido milagros, hemos podido salvar la vida de muchos jóvenes condenados a muerte en mi país. ¡Realmente he recibido señales del amor de Dios! Dios me dio la fuerza de perdonar a todos los responsables de la ejecución de mi hijo. Y cuando encontré la fuerza de perdonar me hice más fuerte.» La lucha de Tamara continuó para difundir una cultura de la misericordia y de la vida, y para contribuir a humanizar la situación de los presos. Tuvo una contribución decisiva en el proceso que llevó a la abolición de la pena de muerte en Kirguistán, Kazajistán y Mongolia. Su mayor dolor era el único país europeo donde todavía está vigente la pena capital. Había dedicado muchas energías a Bielorrusia, y había sido nombrada delegada del Consejo de Europa para la cuestión de la pena de muerte en aquel país.
Vulnerable frente a la violencia de la historia, Tamara fue una mujer creyente, fuerte en su fe, en la amistad de quien compartió su empeño y en una humanidad compasiva fermentada por el dolor. Pequeña mujer derrotada, no fue irrelevante y cambió la historia: «Quien salva a un hombre, salva al mundo entero», se lee en el Talmud.
de Adriano Roccucci
Otras noticias